—Dale ambia que tu vas primero—, me dice un muchacho que estaba esperando su turno para cargar pasajeros, y al que hacía cinco minutos yo le había preguntado si la cola para las máquinas era ahí. Ya yo iba en dirección al carro, justo había comenzado a moverme, pero el chofer del Lada que nos transportaría había entendido que las dos primeras en la cola eran una muchacha y una mujer mayor de cierto parentesco que, de hecho, habían llegado de últimas.

La confusión no tardó nada en resolverse, pero fue inevitable el comentario de uno de los ahora pasajeros: —Ño acere, ustedes siempre están en lo mismo, queriendo meter a las jevas primero—. Pequeño pie forzado suficiente para obtener del chófer del Lada un monólogo de cuando él fue a un GoGo en Puerto Rico.

—Nah! Es que yo pensé que ellas estaban primero. Mira, si a esa no hay quien se la meta, hay que estar loco—. Comienza el chófer del Lada, mientras los cuatro pasajeros comenzaban a su vez el voto de silencio que los caracterizaría durante aquel monólogo.

—Yo quisiera que tu vieras las clase e’ jeva que metí yo hace unos meses—. Continúa el chofer.

—Es que yo tengo un primo que vive en San Juan, allá en Puerto Rico, que es millonario. Él tiene una compañía de hacer muebles, pero realmente él no trabaja porque es el dueño. Hace un tiempo estuve allá y él me lo dijo “tu aquí no viene a trabajar, tu aquí no tienes que hacer nada”. ¡Que rico acere!

Los cuatro pasajeros seguían en el más absoluto silencio, mientras el conductor se adentraba en la explicación —Cerveza, ron, jamón (del fino), queso, vaya pa’ qué. Y bueno como él es millonario, tu sabes.— ¿Sabríamos tan humildes pasajeros las bondades de la vida del millonario?

—Bueno, la talla es que allí cada dos manzanas hay un GoGo de esos, tu sales de tu casa, caminas dos cuadras y hay uno, luego dos más y otro, y así.— Mientras, el humo del camión que iba delante invadía cada rincón del Lada con su tóxico olor a gasolina de dudosas procedencia y composición.

—Entonces, al doblar de la casa de mi primo hay uno de los GoGo, y mi primo conoce al dueño… tu sabes que esa gente se conocen entre todos cuando tu estás a ese nivel. Bueno para él todo es gratis, él ahí no tiene que pagar nada… yo no sé si el le sabe algo a esa gente o que se yo.— Reflexiona nuestro chofer.

Antes de adentrarse en aguas, ¿pantanosas?, se pasa la mano por la cara, haciendo ese gesto que augura que el placer que va a ser relatado no tiene forma de ser descrito. —Muchacho, un día estaba yo allí en la casa y pasa el dueño del GoGo, y en eso mi primo me dice “mira ve con él”. Mu-cha-cho, pa’ que, vaya, pa’ que. No tuve que pagar los diez pesos de entrada, ni lo tragos allí adentro, pero había de todo. Tu llegas, seleccionas a la jeva que te guste, y te dan un cuarto impecable. Si, si. si, allí la higiene es lo primero.

—Mira eso es una cosa que podían hacer aquí pero que tampoco lo hacen. Eso da un dinero de pinga, tu ves a esas mujeres limpiecitas, cada seis meses se tienen que hacer pruebas, allí todo es con condón… ¡Ah!, y todas andan en Mercedes, bueno tu sabes que allí todo el mundo tiene carro, pero tu llegas y en el costado del GoGo ves una pila de carros de esos, que me imagino deben ser de las mujeres, digo yo.— Muy probablemente imaginando mal nuestro chofer, y los Mercedes pertenecían a los clientes.

Concluyó su disertación acerca de la prostitución con una muletilla, inevitable: —Es que aquí no se puede hacer nada, por eso estamos así.

En este punto uno de los pasajeros le cambió de tema hacia lo difícil que está la situación para poder comprar gasolina, y en consecuencia el aumento de los precios de los pasajes. Por esta vertiente nuestro comunicativo chofer expuso ahora sus puntos de vista, entre los cuales dejó muy claro que para él dar un viaje, tenía que sacarle al menos tres veces el precio de la gasolina que consumía, si no no iba.

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